Nadie supo a ciencia cierta como transcurrió la noche de bodas, pero todos los habitantes de ese patio revolero estiraron su gollete a la mañana siguiente en busca de la pareja. Cuando Raimundo por fin pisó patio, unas ojeras grandiosas, además de un par de marcas vampíricas y un caminado poco ortodoxo, denotaron los resultados de una noche demoledora. Sin embargo, todos permanecieron en silencio aunque sin retirar el rabillo del ojo del personaje y de las escaleras; aún debía de bajar la esplendida novia.
Entonces, y solo cuando hizo su aparición la July, una fabulosa carcajada común se elevó en el módulo. Sus últimos pasos bajando los escalones no mantenían la coherencia habitual del que baja suelto y sin reparos. Arrejuntaba una pierna a la otra como si un dolor inmenso recorriera su tronco. Su rostro, además de fatigado, mostraba signos de dolor al desplazar un pie detrás del otro. Las nalgas no bamboleaban con la soltura de días anteriores, entrechocando entre sí como si temieran perder algo por el camino.
Después de la gran risotada, una densa ovación al kie modular arrancó por fin una orgullosa sonrisa al homenajeado, no así a su pareja que se deslizó como pudo a su asiento del comedor.
-Y así termina la historia. Bueno, claro, después añade algunas vainitas personales que no voy a leerle. Me comprende, ¿verdad, mijita? –termina de narrar Elisabeth María.
Ambas ríen durante un buen rato. Así puede la carioca olvidar su debacle personal por unos momentos.