Ahí, de las ventanas, surgen manos haciendo aspavientos, puños aferrados a los barrotes y muchas, muchísimas caras entre barra y barra mirando en su dirección, observándolas, gritando, piropeándolas. Elisabeth María dirige la mirada a sus compañeras de marcha en busca de una reacción. La primera en hacerlo es la española, versada de seguro en estas lides. Levanta ambas manos, entrecruzándolas a lo alto mientras berrea a voz en grito:
-Chicos, soy yo, la Julie. De a buten volver a veros.
Después de ella la paisa también saluda brazo en alto, sonríe, pero no emite sonido alguno ante la mirada que le cruza funcionaria , gélida. Siguen caminando. No obstante, a Elisabeth María este recibimiento le sube un ánimo que por momentos llegó a tocar fondo, fondísimo. Vuelve a girarse. Entonces ve, entre rejas, la cara de un joven, de largas melenas y sonrisa abierta que le grita sin disimulo:
-Me molas, morena. ¿Cómo te llamas? Yo soy el Filetes, píspate, el Filetes. Cartéame.
No escucha más. La funcionaria se interpone entre ambos y con una señal de la mano indica a las chicas que sigan su camino, y rápido.
¿Qué habrá querido decir ese man con el cartéame?, se pregunta la colombiana. El caso es que su expresión y su cara le han llegado como un soplo de libertad, y porque no, como el recuerdo a hombre. Lleva un tiempo sin sentir a un varón, preocupada por sus hijos y por la enfermedad de su madre. Trabajar, trabajar y trabajar, además de médicos, colegio y facturas. Esa ha sido su vida en los últimos meses. Y aunque ahora su estado anímico no es el apropiado para entablar ningún tipo de relación, en especial, en este lugar, el simple hecho de haber vivido la escena anterior, le ha alegrado el día.
Llegan al módulo 13. La funcionaria golpea con una llave el enrejado metálico del portón. De inmediato el mecanismo de la puerta se acciona, deslizándose sobre unos gruesos rodamientos. El pequeño grupo entra, tras lo cual el portón vuelve a cerrarse. Una segunda cancela interior se desliza para darles paso al módulo. Ahora se encuentran, por fin o por desgracia, en la verdadera cárcel, en el submundo del mundo normalizado, la cloaca de la sociedad.