Durante la cena la colombiana apenas percibe que su compañera de celda se mantiene distante, esquiva. Se encuentra tan dichosa que no se percata del entorno. Pero cuando ya suben a la celda y las puertas se chapan, el mutismo de Cesárea es más que significativo.
-¿Qué le ocurre, mijita?, apenas ha hablado durante la comida y ahora parece que un gato se le hubiera comido la lengua. Dígame que es la vaina.
Cesárea permanece unos instantes en silencio, al cabo de los cuales y con voz lúgubre le suelta:
-No pensé que vose meu ficara esto. Me ha mentido con sus cuentos. Vose falo que no folló con Filetes, que solo ficieron manitas y besos, pero mi garoto ha escrito y mira lo que meu dice –y le entrega la carta del paisano para que la colombiana la lea.
A medida que avanza con la lectura, su rostro muda de una expresión vivaz a un gesto hosco primero, y que deriva en cuestión de minutos a una faz lúgubre. Cuando termina, permanece sentada con la cuartilla de papel arrugada entre sus manos. Su cabeza gacha y los hombros caídos denotan un desánimo patente. La desilusión la invade.
Se levanta para trepar a su cama. Antes de hacerlo, mira a Cesárea y le dice:
-Me entristece que haya creído antes lo que unos güevones le cuentan que mis palabras. Me ha decepcionado, compi. Todo lo que le dije es cierto y no los embustes que le escribieron, y ya no quiero hablar más.