-¿Algo más?
-No mijito. ¿Cuándo regresa? –vuelve a preguntar, tratando de alargar el contacto con alguien imaginando la soledad que le espera.
-Mañana. A ver, son 2 euros con 45 céntimos.
-Oiga, mijo, ¿cómo puedo comunicarme con un amigo que está en una celda del piso de abajo? –le pregunta acercando su cara a la trampilla y susurrando apenas las palabras.
El Economatero agacha la cabeza, mira hacia los lados de manera
discreta y vuelve a hablar.
-Mira, escribe una nota y me la entregas mañana. Ponme el nombre del chorbo y se la hago llegar. Ahora me piro, que si no los jichos se van a pispar.
-Un momentico, un momentico, déjeme un esfero y un papelico, por favor.
-Le vendo uno, un Bis azul. Y toma, aquí te doy una trozo de papel.
Después de pasarle el boli y cobrar, cierra la trampilla. De nuevo sola, sintiéndose enterrada en vida.
Oscurece. Poco a poco los contornos del interior de la celda van perdiendo su definición. Enciende la luz del chabolo, pero el suave resplandor amarillento apenas le ayuda a discernir el espacio. Se asoma de nuevo a la ventana. Al fondo, por encima del tejado verde, a estas horas convertido en grisáceo, ve el resplandor rojizo de la última puesta de sol. Eso le trae a la memoria las puestas de sol tremendas de su país natal. Entonces la nostalgia viaja a ese rincón del mundo, a su región, a su ciudad, a su barrio y por fin, a su hogar: