-Eso no quiere decir –le corta Fernando, como leyendo su pensamiento -que te condenen a los nueve años. Veremos lo que se puede hacer. Quizás…, aunque este método no vaya conmigo, podamos llegar a un acuerdo con el fiscal, por unos cinco años. Ya veremos, pero claro, sin tu consentimiento yo no…
-Cuente, cuente, ¿qué es esa vaina de… qué dijo del fiscal?
Mientras el abogado la pone al corriente de todo ese entramado legal de sí, pero no, su rostro va adquiriendo un color más vivo. La esperanza vuelve a renacer en ella.
-No siga doctor, que yo de vainas de tinterillos y de justicia ni creo ni entiendo. Haga usted lo que crea necesario, pero sáqueme de acá de velocidad. Necesito a mis pelaitos y a mi mamá. Por favor, doctor, sáqueme ya de este hueco.
Se despiden con unas palabras de, hasta pronto, y unas sonrisas esperanzadoras.
Antes de partir, Fernando pasa a saludar a un antiguo conocido. Armando, uno de los jefes de servicio del centro, fue testigo en un juicio por muerte donde Fernando defendía al acusado de dicha acción acaecida dentro de prisión. Eso ocurrió hace años y desde entonces se encuentran de tanto en tanto, en especial, cuando el abogado visita a alguno de sus clientes en prisión.
Se encaminan a la cafetería de la entrada. Después del habitual saludo e intercambio de buenos deseos, Fernando dirige su conversación al tema en cuestión:
-Mira, Armando, sabes que no soy persona proclive a pedir favores. Sin embargo, en esta ocasión recurro a ti para ver si podemos resolver la delicada situación de una clienta. Es una buena chica, colombiana, y de una familia de escasos recursos que por el azar de la… -y así lo pone al día de la situación de Elisabeth María.