Mientras Paz realizaba denodados esfuerzos por contactar con su compañera de cautiverio, ésta escuchaba ligeros golpecillos provenientes de una de las paredes, sonidos que apenas distinguía del resto de los que producía el salón contiguo. Sin embargo, ese continuo repiqueteo la obligó a acercarse a la pared. Ante la insistencia del llamado, ella golpeó a su vez. Del otro lado del estrecho tabique se paralizó el topeteo. Y así, comenzó esa conversación de ciegas, sin comprenderse, pero barruntando ambas que la otra se encontraba en la pieza contigua.
De manera repentina, cuatro manes entraron en las habitaciones, dos por cada una, y aferraron bruscamente a las chicas por los brazos, que en esos instantes se encontraban acuclilladas contra las paredes, para conducirlas al salón. Ahí se vieron por fin las caras después de horas de incomunicación. Se miraron fijamente a los ojos y una mueca de tristeza apareció en la comisura de los labios de la colombiana, como pidiendo disculpas con ese gesto.
-A ver, se me ponen ambas dos frente a la cámara que vamos a grabar –les ordenó el man que con anterioridad dirigía el comando secuestrador.
Las chicas se encontraban rodeadas por un grupo de seis tipos enfierrados hasta las muelas. Se miraron de nuevo pero en esta ocasión con expresión de desasosiego.
-Pero..., por favor, díganos quienes son, qué quieren de nosotras. Apenas tenemos nada. Nuestros espos… -no terminó de suplicar Patricia interrumpida por el encargado del cotarro.
-Eso dígaselo al hijueputa de su esposo. Al malparido del Mono y su puta familia. Pregúntele a él y a sus hermanitos, y al gonorrea del papá. Qué devuelva la merca que le jodió a nuestro Patrón, y quizás entonces salgan ustedes de acá, quizá vivas.