De ahí al calabozo, del calabozo al talego y meses después a juicio.
El ministerio fiscal y dado que de mula se trataba -no había más que verle-, no aspiró sino a la mínima: 9 del vellón. Ladefensa y, como de costumbre, siendo de oficio, leyó el sumario el día anterior al juicio; nada que rascar, claro como el agua. Lo que nadie esperaba eran las dotes mímicas del encausado y su facilidad de expresión, claro, a su manera.
Finalizando la vista y cuando a su señoría se le ocurrió preguntar al reo: ¿Tiene algo que añadir?, no sospechaba ni por un instante que en ese fatídico momento abría la caja de los truenos. ¿Cómo que si tengo algo que añadir? Por supuesto, había que añadir y no algo, mucho, pensó Enrique mientras dio comienzó a su exposición de los hechos y circunstancias.
Al finalizar el acusado su diatriba, la duda de su señoría no radicaba en la cuantía de la pena sino en el lugar en que debería cumplirla: ¿En el talego, como era preceptivo, en una casa de locos extraviados, como era de recibo, o en un centro de menores, como sería lo suyo?
Interrupciones continuas, lloros, pataleos, babeos, moqueos y hasta una sonora ventosidad que éste expelió tratando de explicar fehaciente la postura que le obligaron a tomar durante su primer cacheo en prisión, fue la tónica de su intervención.
Cuando el juez y demás miembros de la sala al borde de un ataque de nervios veían para sentencia el caso de Enrique, optaron a su vez por tomarse unos días de asueto.
La condena impuesta fue de cuatro años y medio y motivada por, tal y como dictaba la sentencia, “...el que, por sufrir alteraciones en la percepción de la realidad desde el nacimiento o desde la infancia, tenga alterada gravemente la conciencia de la realidad”.
Su abogado le felicitó por su maravillosa actuación. Él, por el contrario, sé felicitó por su inteligente defensa.