Por ello, en esa mañana en que organizan un partido improvisado de voleibol en el patio, me enrolo desganado en uno de los equipos sabedor que Pablo dirige el equipo contrario. Comienza el juego, bola para aquí, bola para allá, hasta que en un salto frente a la red, propino un codazo sin intención al skin. El otro se revuelve al otro lado de la malla y en un atisbo de rabias contenidas, suelta al oído de todos, ¡maricón!
Lo oigo, mientras las miradas caen sobre mí. En fracciones de segundo valoro mi situación: o lo dejo pasar, como si no me diera por enterado y así evito un conflicto, pero cayendo en desgracia en el patio, o doy la respuesta adecuada, aunque sé que con ello me busco una posible ruina.
Pienso con rapidez y en la distancia y a viva voz suelto:
-No, Pablo, tú eres el maricón.
Pasan unos instantes antes de que éste, incrédulo, reaccione. Es la primera vez que alguien le hace frente en el módulo. De repente, se arranca como un miura en dirección a donde yo me encuentro. Sin tiempo a reaccionar, veo como una masa de carne y músculos se acerca a una velocidad inusitada y contra la cual, por volumen y temperamento desquiciado, poco puedo hacer. Mi única opción reside en buscar su punto débil. Y así lo hago.
Cuando cree logrado su objetivo y sin control se abalanza sobre mí, me agacho y agarro con la diestra y todas mis fuerzas su paquete. Lo bloqueo, pero solo lo necesario para que no acabe conmigo, ya que se encuentra tan fuera de sí, que a pesar de neutralizar su hombría, el muy bestia comienza a propinarme codazos sobre mi cuello. No suelto y resisto, hasta que un grupo de compis y unos funcionarios nos separan.